Amanecer

Jubilado, exprofesor, bloguero escritor y fotógrafo aficionado. Así es como se define nuestro colaborador: Nacho Sendón.

     Tiene una vasta trayectoria que podrán comprobar a través de sus redes sociales. Su narrativa, imaginación, y ahora con sus historias audibles, propias o de invitados, nos regala un rato de evasión para estos tiempos que vivimos con tanta premura.

He realizado una primera colaboración en su blog Color Crepuscular que, espero sea mutua y les dejo el enlace al final de su trabajo. Ahora espero que disfruten con su obra:

Vera levanta la vista del libro que sostiene en sus manos. No lo lee. Solo lo usa como excusa para no mantener una conversación con su padre. Ahora, él ha entrado en la casa y ella puede contemplar el atardecer que se estira perezoso como las horas nocturnas en las que, desvelada, imagina esa charla que no sabe cómo abordar.
Ha decidido marcharse. No. No es eso. Necesita salir de esta casa en la que cada mueble revela una pátina de la memoria de su madre muerta. Llegó aquí alos pocos días de su fallecimiento. «Solo serán unas semanas» se dijo. «Lo justo para que se acostumbre a la soledad, localice dónde está cada utensilio, cada prenda, cada documento. Para que haga suyo ese espacio que antes llenaba ella».
Han pasado cinco años. Mil ochocientos días idénticos los unos a los otros. Un capítulo de su biografía que solo muestra una página vacía.
El sol se esconde por fin por el oeste. Hoy comienza la primavera y mañana aparecerá por el extremo opuesto del horizonte. El arco se irá ampliando hasta la llegada del verano y después, volverá a reducirse hasta el inicio del otoño. De pequeña no era consciente de este desplazamiento del alba y el ocaso. Por eso, el día que cumplió doce años, su padre le pidió que saliera con él al porche. Allí le explicó que el sol sale por el este y se pone por el oeste únicamente en los equinoccios, que en primavera y verano ambos puntos se desplazan al norte y que en otoño e invierno lo hacen al sur. Ella no lo dudó, pero él insistió en que lo observara cada mañana y cada tarde durante todo un año. Eso no consiguió que entendiera el motivo. Sin embargo, cuando lo explicaron en clase, no se sorprendió como sus compañeros. Hoy recuerda aquella lección y no puede decidir si se siente agradecida o castigada por tener que levantarse cada día, durante un año entero, minutos antes de la salida del sol.
Nada queda ya de aquel hombre enérgico que zarandeaba a su hija para que despertara y lo acompañara, sin importar que lloviera o no se pudiera ver nada tras un velo sólido de nubes grises, para medir la longitud del punto por el que aparecía el sol. Hoy es un hombre deshecho, una sombra traslúcida que cuando sonríe a su hija cree hacerlo a su esposa.
Vera está encinta fruto de una relación fugaz, clandestina y de la que apenas conserva recuerdos. Pese al trascendental rastro que él ha dejado en su cuerpo, ha olvidado su nombre, su rostro y hasta la fecha exacta del suceso. ¿Llevaba sombrero? ¿Tenía tatuajes? ¿Fue amable? ¿La abrazó? ¿La llamó por su nombre? El vacío que dejan tras de sí estas preguntas es la mejor prueba de la futilidad del encuentro.
Ha decidido seguir adelante con el embarazo. Quizá sea su última oportunidad. Y decide no hacerlo en la que fue la casa de su infancia y se ha convertido en la prisión de su juventud. Aunque ella puede soportar esa pena inmerecida, no se la impondrá a su hijo.
Quiere a su padre, intenta cuidarlo porque sabe que es su único refugio contra la demencia, pero, como si sus mentes fueran vasos comunicantes, la nada que no logra apoderarse de la memoria de él, empieza a reemplazar los recuerdos de ella. Lo que termina de convencerla es la imagen, recurrente en sus pesadillas, de un espectro, que es el suyo, amamantando a su hijo.
Cuando vuelve con el periódico del día en la mano, ella intenta explicarse. Él se adelanta.
—Estás preñada —le dice. No es un reproche. Su tono es el mismo con el que le desea buenos días cada mañana.
—Sí —reconoce ella. Querría explicarle la decisión que tomó el mismo día que se enteró de su próxima maternidad. Él aprovecha el breve silencio tras su escueta afirmación y no le deja hueco para ampliarla o matizarla.
—Tendrás que marcharte. Este niño no puede vivir aquí. Bastante es que tú y yo nos hayamos enterrado en vida. No permitiré que hagas lo mismo con él —Un vestigio de su vigor de antaño vuelve a aparecer en su voz.
Ella quiere protestar. Su encierro no ha sido voluntario. Todo lo ha hecho por él. Un nudo en la garganta le impide hablar. Su padre transforma en palabras los pensamientos de Vera.
—Sé que esto no es lo que tú querías. Debiste marcharte hace años. No lo hiciste para que yo no cayera. Ahora eso ya no importa. Es inaplazable.
Cuando por fin consigue hablar, le asegura de que se encargará de que esté bien. Ha buscado una persona que estará con él por las mañanas, que cuidará de la casa y le hará compañía. No le dice que, si eso no funciona, no quedará más remedio que internarlo en una residencia. No hace falta, en el rostro de él está escrita la resignación de quien sabe que las decisiones ya no están en su mano. La de que ella abandone el hogar familiar es la última que podrá tomar.
Pocos días después, Vera está preparada. El grueso de sus pertenencias está ya en su nuevo domicilio. Lo que queda, una pequeña mochila, espera en el suelo del porche de sus tardes silenciosas. La despedida es breve: un corto abrazo, la promesa indefinida de volver a verse pronto, la sonrisa congelada de él y la
sensación de que su padre vuelve a zarandearla, como cuando tenía doce años, para obligarla a salir de casa a contemplar el amanecer.

https://www.listennotes.com/podcasts/color-crepuscular-nacho-send%C3%B3n-N0l52BG4I8r/

2 respuestas

  1. Sentir, la penumbra vital que viven Vera y su padre con despedida incluida.

    Está muy bien expresado.Que me ha trasladado el pesar de la historia

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