El gran ibis blanco revoloteó tu casa en varias ocasiones. No se decidía a llevarte con él porque estabas rodeada de amor. Él sabía que al Libro de tu Vida no le quedaban más páginas. Aparecían en blanco. Por más que deslizaba la pluma, el tintero se había secado. Llegaba el momento. El ibis estaba contento porque te llevaba al Paraíso, pero tú ya no podías controlar tu cuerpo. Discernir entre el bien y el mal ya no eran decisiones para  participar. Tu mundo se esfumó como las nubes desaparecen después de la tormenta. La relación con tus seres queridos dejó de existir. Tu cuerpo luchaba por retener al alma, pero ésta ya descubrió la libertad. Esa lucha indescriptible por cruzar el umbral sólo lo sufrieron quienes te rodearon minuto a minuto. Sin consuelo. Con esperanza que solo estuvieran viviendo un sueño. Es en ese momento cuando nos creemos inmortales, y no lo somos de ninguna manera. El raciocinio también se dispersa. Ansiamos seguir disfrutando de tu existencia, pero también lloramos ante tu sufrimiento. Nos sentimos impotentes porque no te podemos aliviar. Sabemos que estás transitando hacia otro mundo, pero somos egoístas y no te queremos perder.

La vida no nos prepara para la muerte. Y cuando ésta llama a la puerta giramos la cabeza y nos preguntamos a quién busca. Nunca pensamos que seremos protagonistas.

Tu energía  nos envuelve para que te sintamos muy cerca. Orarte. Recordar los buenos momentos disfrutados de tú a tú o con un grupo de amigos, hace que perviva tu memoria en nuestros corazones. Cuando levanto mis ojos al cielo y cuento las estrellas, sumo una más. La más brillante. La tuya. La nuestra. Tu luz.

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