Maíz inflado

Tendría unos cinco o seis años —tal vez menos—, cuando mi padre —que solía viajar por negocios fuera de la provincia de Alicante, donde vivimos— me trajo una golosina de la que no he vuelto a encontrar su sabor ni su olor. Aun habiéndola buscado pasado el tiempo.

No me agradaba pasar días sin verle, pero me compensaba con los regalos que me compraba en las grandes ciudades. Algunas veces un muñeco, otras un cuento.

En una ocasión me sorprendió con lo que yo pensaba que eran una especie de galletas envueltas en papel de celofán, color rojo y blanco. Acaricié el envoltorio y dudaba que fueran galletas porque no se parecían a las que yo conocía. Ni parecía maíz frito. Lo estrujé un poco y su sonido  hizo: ¡cris, cris! Entre el papel y el contenido estaba holgado. ¿Qué será? No lo había visto antes. Noté algo rugoso e iba creciendo mi curiosidad. Le pregunté a mi padre:

—¿Qué es?

—Difícilmente lo puedes saber si no lo abres —me contestó con su sonrisa de oreja a oreja y, viendo cómo mis ojos brillaban abiertos todo lo que daban de sí.

Me gustaba imaginar alargando el momento de rasgar la abertura y descubrir su contenido. En este caso no se me ocurría nada. En las tiendas de golosinas del pueblo no había nada parecido.

Llegó la hora. Lo abrí cuidadosa y lentamente con la intención de guardar el envoltorio y lo primero que hice fue percibir un olor a palomitas, tal vez a castañas asadas, que no he podido revivir jamás.

Mi padre mirándome me dijo: ¡si no le das un bocado, me lo como yo!

Empecé a mordisquearlo y se rompía fácilmente. Su sabor crujiente, podría decir casi volátil deshaciéndose en la boca me cautivó y, por más arroz inflado que he intentado buscar, creí que esa tableta estuvo hecha solo para mí.

 

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