Para mis ochenta y cuatro años, mi mente no resulta tan obsoleta como pudiera pensarse. Mi diálogo interno se da de bruces con la realidad

― ¿Quién me iba a decir que, en la penúltima etapa de mi vida, iba a necesitar quien me aseara? Yo, que siempre me he defendido bastante bien en el trabajo y con las mujeres, tengo que depender de un joven contratado por mis hijos.

Mi esposa y yo, aun sabiendo ella de mis escarceos, formábamos un buen equipo y tuvimos varios hijos, que me llaman abuelo o viejo.

Mi nieto, Octavio que lleva mi nombre, sabe que me he negado a verbalizar con el resto del mundo menos con él, me pilló quejándome de dolor.

―Abuelo, ¿estás hablando? ―¿Pensaba que te habías quedado mudo ―le hice un guiño y nuestro secreto quedó a salvo de sus padres y tíos. Nuestra complicidad quedó sellada para siempre.


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Otras Publicaciones